Me inspiraban esas calles, al bajar al metro y observar como cada persona iba en una dirección diferente. Me encantaba perderme en esas miradas ajenas, alguien iba a comprar el pan, alguien regresaba a casa y alguien no quería regresar nunca a su vida. Me perdía por los entresijos de la ciudad, paseaba por la Cuesta de Moyano sólo para oler las hojas de algún viejo libro. Me reía con algún título, fotografiaba la tristeza, y volvía a deambular por las calles. A veces escribía sentado en algún banco del Paseo del Prado mirando pasar la gente, pasar los coches, pasar la vida, vivía entre palabras y al caer la noche me acostaba con ellas en mi habitación. Vivir de palabras no es tan malo.
Había comenzado una historia de chico conoce a chica, se enamora de ella y le pide matrimonio justo antes de que se baje del metro. Ella se iba sin mediar palabra. Otra historia fugaz. Como cuando escribí sobre aquella señora que quería escapar de la vida y alguien se enamoraba de sus arrugas. O instrucciones para hacer té, para escapar de la tristeza, sobre como perderse en el fondo del mar sin saber nadar y terminar saliendo a flote. Esa era toda mi vida junto con mi inseparable música.
Alguna noche de sábado solitaria, me inspiraba y terminaba hablando de caricias en hoteles de segunda clase, de cafés de madrugada y besar, lamer y mordisquear pieles ajenas. Sobre perderse en el placer ajeno y abandonarse a la vida. Todavía recuerdo la primera vez que me habían acariciado el pelo con todo el amor del mundo. Despacito, suave, escribiendo en él palabras bonitas. Y esa noche de sábado, recordaba mientras la música no paraba de sonar. Como alguien se había enamorado y le había rescatado de la vida, como le habrían propuesto matrimonio caminando por las calles de Italia. O quizá eso era una historia más, quien sabe.
Vivir de palabras no es tan malo. Al fin y al cabo, había estado toda mi vida buscando corazones en los ojos de los desconocidos. Y uno de esos días en los que uno pierde la vista por cualquier paisaje, encontré el título de su siguiente historia: “Instrucciones para volar.” Sólo hacía falta palabras, sueños, alguna que otra caricia y tener la sensación de que todo está en su lugar. Ahí estaba, escribiendo a las 2 de la mañana el más cuerdo de los locos, sobre como escapar del tiempo y colgarse de tu risa, sobre como volar sin moverse del sitio.
Otra historia sin terminar, otro olvido al corazón, otra noche solitaria y silenciosa con tan sólo el murmullo de la ciudad de fondo. Que susurra que vivir de palabras no es tan malo, sobre todo si te las dicen suave, muy bajito, rozándote con los lábios al pronunciarlas, el lóbulo de tu oreja.
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