Hoy me he levantado con unas enormes ganas de escribirte. Y de verte. Y
aquí estoy: frente a las teclas frías de un ordenador que se queja cada
vez que lo enciendo.
Sale el sol. Los cristales de casa se empañan en esta
mañana fria de primavera. Pronto usaremos la piscina. ¿Vendrás? Seguro que sí. Estaré
esperándote como cada día. Búscame paseando con Rufo por la montaña.
La música bien alta, ya me conoces. No me importa
que tardes. Me basta con sentir tu tacto cálido sobre mi espalda. Las
noches son demasiado frías, y no tiene nada que ver con este clima de
montaña que me encanta. Es, más bien, que no estás entre las sábanas
para calentarlas. Aun con la chimenea devorando leña hace un frío invernal. Es el peor...
He decidido hacer para comer lo que tanto nos
gustaba para el domingo -aunque yo sigo prefiriendo tus pechos-.
No voy a cerrar las ventanas por mucho
que llueva, te encanta el olor a tierra mojada. El olor a lluvia me
recuerda las tardes acurrucados bajo la manta en el sofá.
También me encanta cuando las tormentas nos sorprendían en mitad del
paseo a 20 minutos de casa. Llegábamos empapados. Entonces la
ducha caliente era una gran aliada. ¿Lo recuerdas? Claro que lo
recuerdas.
Esta noche me iré pronto a la cama. Mañana madrugo. Pero
antes te enviaré esta carta. Ven a por mí. Cuida de este pequeño loco
que necesita tus besos más que el aire puro que se desliza por estas
montañas. Te beso.
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