Estamos muertos. Estamos rotos en mil
pedazos. Aún así nos levantamos cada mañana con una sonrisa sacando
fuerzas de debajo de las sábanas. Caminamos con la mirada cabizbaja
soñando con mundos que nunca pisaremos. Vamos a la luna cada sábado por
la noche entre copa y copa. Sueños de ida y vuelta. Nos despertamos sin
ganas de pisar las calles y aún así recorremos el mundo entero. Cada
pisada es un golpe en el corazón. Los domingos son trenes a ninguna
parte y hay nostalgia en el fondo de la taza de café. Alcanzamos a soñar
que es lo poco que nos queda. Nos perdemos en los giros de la vida para
aparecer a la vuelta de la esquina. Hacemos el amor y la guerra
dependiendo del día. Nos maquillamos las ojeras y nos pintamos sonrisas.
A veces nos cortamos el pelo y dejamos escapar por la ventana la
tristeza. Los lunes tomamos café para recuperar fuerzas y enfrentarnos a
la vida. Y así vamos, riendo y llorando, soñando y destruyendo sueños.
Muertos por dentro y vivos por fuera. Colgándonos de las agujas del
reloj esperando que alguien nos rescate. Y nos lleve lejos. Donde los
sueños se hacen realidad y el café no es amargo, cada atardecer es una
sonrisa y cada amanecer es la llave a un nuevo mundo. Un mundo en el que
es obligatorio mirar al cielo cada mañana y sonreir. Estamos muertos,
pero deseamos resucitar cada segundo de nuestra pequeña e insignificante
vida.
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