Llegamos a ser padres y volvemos a inculcar a
nuestros hijos que no deben decir mentiras, que hay que ir con la verdad por
delante.
Es extraño, pero somos nosotros los que nos decimos
mentiras y nos las creemos; creemos que el día va a ser mejor, que los problemas
se van a solucionar, que todo volverá a los tiempos en que no existía ningún
contratiempo y éramos felices.
Seguimos mintiendo, no a los demás, pero sí a
nosotros mismos, quizá por ese deseo que todos albergamos de ser felices, de
olvidar las preocupaciones cotidianas, de por unos instantes hacer que nuestros
sueños se hagan realidad.
Quien no se ha dicho “hoy me va a ir bien”, “esta
situación va a cambiar”, “hoy nada me va a fastidiar el día”, y lo hacemos aún
a sabiendas de que todo va a seguir igual, que la rutina nos invade, que los
sueños se quedan en eso: en meros anhelos.
No es bueno mentir; estoy en contra de cualquier tipo de mentira, pero no estoy en contra de los sueños, de intentar hacernos la vida más feliz con ilusiones, con planes de futuro. Es difícil separar esa pequeña línea que hay entre la mentira y la ilusión, entre crearnos sueños y creernoslos, entre mentir y soñar. ¿Quién sabe si siendo mentirosos somos más felices o más desdichados? Lamentablemente sólo el tiempo nos lo dirá; yo, por si acaso, seguiré soñando y diciéndome alguna que otra mentira piadosa.
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