A cualquiera que le preguntemos si
recuerda su primer beso, lo más probable es que nos sonría ligeramente y
nos diga que sí y, es más, nos contará cómo fue aquella experiencia
maravillosa: la adolescencia, el chico o la chica que tanto nos gustaba,
un lugar escondido, unos corazones acelerados, unos labios que tocaban
otros por primera vez y que dejaron una marca en nuestro corazón y en
nuestro cerebro para siempre.
Creo
que casi todos sabríamos decir exactamente el nombre de la persona a la
que besamos por primera vez, el lugar y en nuestro estómago volveremos a
recordar esas mariposas que revolotearon por unos segundos ante la
nueva experiencia que estábamos viviendo.
La
lástima es que aquel no fue nuestro primer beso. Del primer beso de
nuestra vida ninguno tenemos conciencia y es algo que todos tendríamos
el derecho de recordar.
Nuestro
primer beso fue el de nuestra madre cuando nos tuvo por primera vez en
sus brazos, cuando cogió a aquel pequeño ser que lloraba, que estaba
sucio, que le había hecho pasar momentos de dolor.
Nuestra
madre nos cogió entre sus manos y nos besó con ternura, con amor
incondicional, con alegría mezclada con lágrimas, con fuerza para darnos
vida, con ilusión al ver nuestro rostro.
Es
triste que no podamos recordar ese beso que nos dio todo lo que somos,
ese beso que inició el camino de muchos otros que recibíamos cada día,
ese beso que fue nuestro primer contacto con el mundo, ese beso que nos
daba la bienvenida y nos decía que iba a estar ahí siempre.
Podemos
cerrar los ojos y sentirlo; el beso de una madre es algo especial y,
aunque algunos ya la hayan dado el último beso y la hayan visto
partir, nunca podremos devolverle todo lo que nos trasmitió con lo que
recibimos de sus labios el día en que nacimos: nuestro primer beso.
Si aún tenemos la enorme fortuna de tenerla e nuestro lado, no perdamos el tiempo en devolverla todos los besos que recibimos de nuestra madre, aunque es dificil que podamos devolverla todos los que de ella recibimos.
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