Insistía en ponerme aquellas gafas de sol para tapar las ojeras. No quería que nadie viera el insomnio, las noches dándole vueltas a la cucharilla en el café. Cocinando de madrugada ideas que tiraría a la mañana siguiente. Alguna que otra noche, me había puesto mi camiseta y mis vaqueros favoritos y había ido a aquel bar de mala muerte a sentarme en la barra. A compartir el insomnio con una copa de whisky. Soñaba con que alguna desconocida me dijera- Llevaba toda mi vida esperando conocerte. Vámonos de aquí. – Y que llegáramos a casa y le despintara los labios a base de besos. Salvajes, eternos. Y después de hacer el amor como locos se quedara mirándome, y le susurrara perdiéndome en sus ojos inmensos: Déjame dibujarte. Con los ojos, con las manos. Déjame hacerlo, e improvisara un lienzo. Sabía que empezaría por el pelo, largo, despeinado, cayéndole sobre los hombros. Después seguiría por los hombros, delgados, hasta dibujar la silueta. El pecho pequeño pero firme, el ombligo, las piernas largas. Sabía que lo último serían los ojos. Lo sabía porque siempre te había dicho que tenías una mirada profunda. A veces color bosque, a veces madera. Pero siempre era como un pozo sin fondo. Podías perderte y nunca encontrarte. Mientras tú mirarías el techo y sonreirías. Siempre habías querido ser la musa de alguien. Inspirar a algún poeta de mala muerte que prefiriera un beso a la vida. Robarle el sueño a algún hombre que no tuviera más que palabras. Olvidar las madrugadas solitarias. Los sueños con fecha de caducidad. Los trenes que nunca paran. El frío. Eso imaginaba en la barra de aquel bar solitario, mientras el camarero limpiaba unas copas. Y me daba cuenta de que la vida real no era eso, nunca sería eso. Ya nadie prefiere un beso a la vida. Y tu mirada se volvía aún más oscura, como un pozo sin fondo, en el que puedes perderte, pero nunca encontrarte.
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