jueves, 30 de agosto de 2012

LLÁMALO MIEDO


No lo llames amor por la vida. Llámalo instinto. Buscas bares llenos para no sentirte solo, aunque no hables o no tengas intención de hacerlo. Entras, saludas cabizbajo al portero, te acercas a la barra y pides un cubata fingiendo entereza.

Bebes: nunca te acostumbrarás al primer sorbo.

Y observas.

Al fondo, en la pista, baila una chica y sonríes. Te mira. Tal vez piense que eres patético, pero sigues sonriendo porque empatizas con sus caderas, con sus brazos que se mueven como paréntesis: te llevan a sentir algo, lo que sea. Tú no sabes bailar, no tienes ritmo, así que continúas acodado en la barra mientras recuerdas, no sabes por qué, aquellos largos paseos de tu infancia con tu padre, de la mano, en silencio. Apenas ha cambiado nada desde entonces. Cambiaste la mano de tu padre por una copa, pero sigues siendo el mismo niño absorto.

El tiempo sólo te ha enseñado a disimular el miedo.
 
Das el último trago, sales del bar y coges el coche. Te diriges a casa. Por el camino, piensas en las caderas de aquella chica y sonríes. Era muy guapa. Tal vez vuelvas a ese bar mañana.

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