No lo llames amor por la vida. Llámalo instinto. Buscas bares llenos
para no sentirte solo, aunque no hables o no tengas intención de
hacerlo. Entras, saludas cabizbajo al portero, te acercas a la barra y
pides un cubata fingiendo entereza.
Bebes: nunca te acostumbrarás al primer sorbo.
Y observas.
Al fondo, en la pista, baila una chica y sonríes. Te mira. Tal vez
piense que eres patético, pero sigues sonriendo porque empatizas con sus
caderas, con sus brazos que se mueven como paréntesis: te llevan a
sentir algo, lo que sea. Tú no sabes bailar, no tienes ritmo, así que
continúas acodado en la barra mientras recuerdas, no sabes por
qué, aquellos largos paseos de tu infancia con tu padre, de la mano, en
silencio. Apenas ha cambiado nada desde entonces. Cambiaste la mano de
tu padre por una copa, pero sigues siendo el mismo niño absorto.
El tiempo sólo te ha enseñado a disimular el miedo.
Das el último trago, sales del bar y coges el coche. Te diriges a casa. Por el camino, piensas en las caderas de aquella chica y sonríes. Era muy guapa. Tal vez vuelvas a ese bar mañana.
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