Soy de los que no encuentran raro el comportamiento disparatado de un
niño pequeño. Creo que los ademanes y muecas, las carreras sin objeto
aparente, los ruidos y movimientos, volteretas, extrañas miradas y
actitudes de esos infatigables locos cariocos no son casuales, sino que
responden a impulsos concretos y a razonamientos impecables. Cada vez
que asisto a la conversación de un mocoso me asombran la firmeza de sus
convicciones, la honradez intelectual y la lógica in-sobornable que
articula su mundo. Un mundo coherente que tiene sus reglas propias. Los
incoherentes, los dispersos, los confusos, somos nosotros: los adultos
embrollados en turbias inconsecuencias; y que, por haberlos olvidado,
desconocemos los códigos tan rectos, tan intachables, que rigen el
universo de nuestros cachorros.
Hoy pienso de nuevo en eso, pues camino por la acera observando a un
niño que va delante, agarrado a la mano de su madre. Tendrá unos tres
años y aún camina con esos andares torpes, en apariencia aleatorios y
ensimismados de los críos pequeños: sigue un ritmo de pasos propio y de
cadencia indescifrable, pisa esta baldosa, evita aquélla, se aparta
tirando de la mano de la madre o hace un quiebro y se coloca detrás.
También emite sonidos ininteligibles hinchando los mofletes. Parece, en
fin, como todos los malditos enanos, majareta total: unas maracas de
Machín dentro de un anorak con los Lunnis estampados. Para rematar la
pinta de jenares, camina con un sable de plástico metido entre la
cremallera del anorak. El sable lo lleva con absoluta naturalidad, sin
darle importancia, como sólo un niño pequeño o un espadachín profesional
pueden llevarlo. Nada incongruente en su aspecto: un crío con sable, de
los de toda la vida, antes de que los soplapollas y las soplapollos
políticamente correctos nos convencieran de que la igualdad de sexos y
el pacifismo se logran haciendo que futuros albañiles, sargentos de la
Legión o percebeiros gallegos jueguen a cocinillas con la Nancy
Barriguitas.
El caso es que durante un trecho veo caminar al niño con la cabeza
baja, mirándose muy atento los pies. Y de pronto, en una especie de
arrebato homicida, extrae el sable del anorak y, esgrimiéndolo con
denuedo, empieza a asestar mandobles terribles al aire, con tal
entusiasmo que al cabo tropieza, trabándose con el arma, sostenido por
tirones impacientes de la madre. Inasequible al desaliento, en cuanto
recobra el equilibrio vuelve a sacudir sablazos a diestro y siniestro,
dirigidos a cuanto transeúnte se pone a tiro. La madre lo reconviene,
zarandeándolo un poco, y ahora el tiñalpilla camina un trecho cabizbajo,
el aire enfurruñado, arrastrando la punta del sable por la acera. Pero
un cartero se acerca de frente, arrastrando su carrito amarillo, y la
tentación es irresistible. Así que el enano mortífero alza de nuevo el
sable, hace una parada como si se pusiera en guardia, y le tira un viaje
al cartero, que da un respingo. El segundo mandoble intenta atizárselo a
un chico joven de mochila que viene detrás, pero el otro, con una
sonrisa divertida, se aparta de improviso, el sablazo se pierde en el
vacío, y el niño, todavía agarrado por la otra mano a su madre, gira en
redondo sobre sí mismo y cae medio sentado al suelo. Bronca y
confiscación del arma letal. Ahora madre e hijo reanudan camino,
mientras éste, lloroso, cautivo y desarmado, mira a los transeúntes con
evidente rencor social.
–Quizá su hijo tenga razón –le digo a la señora al ponerme a su altura.
Me mira sorprendida. Suspicaz. Así que sonrío, señalo al enano, que me
estudia desde abajo como diciéndose «no sé quién será éste, pero cuando
recupere el sable se va a enterar», y añado:
–A lo mejor sólo intenta defenderla.
La madre me observa un instante, aún confusa. Al fin, sonríe a su vez.
–Puede ser –responde.
–Tal como se presenta el futuro, yo le devolvería el sable.
Saludo con una inclinación de cabeza y sigo camino, adelantándome. Al
rato, cuando hago alto en un semáforo, me alcanzan de nuevo. Los miro
de soslayo y compruebo que el diminuto duelista lleva otra vez el sable
de plástico metido en el anorak. Entonces el semáforo se pone en verde y
cruzo la calle, riendo entre dientes. A fin de cuentas, concluyo, un
sable puede ser tan educativo como un libro. Según quién te lo ponga en
las manos.
Arturo Pérez-Reverte. Publicado para El Semanal, 11-2-07