La mayor batalla nace de los endebles cimientos de la personalidad.
Luchar como perros para asirnos de puntillas a la vida: buscar
tendencias, obsesiones nuevas, inflar el tiempo con helio (y si de la
hinchazón salen estrías, maquillarlas). Y todo, al fin, para acabar
convertidos en una de esas bolsas de patatas fritas que parecen llenas,
rebosantes, pero luego las abres y descubres la estafa.
Echa, si te atreves, un vistazo a tu entorno y enumera cuánta gente
conoces que basa su vida en anécdotas, en lo que tiene y lo que hizo
ayer, o aquel verano; cuánta gente alrededor que jamás evoluciona y
además presume de enseñarle el dedo corazón a Darwin, gente de la que nada
aprendes o peor, te incita a desaprender, a dejarte arrastrar por la
desidia, a caer en el bostezo existencial.
Los veo cada día. Intentas tirar de ellos pero su cuerda
es de chicle (y su discurso, un copia y pega de aquí y de allá, como
esponjas de lo superfluo). Gente sin alma, sin hambre y sin
huella, gente que amó por tradición y ahora confunde el amor con la
inercia. Comerciales del día a día, sodomitas sin querer de los poemas.
Cofrades del papel de regalo.
Meras cifras cuando mueran.
¿Cuántos dices? Cada vez son más. O seré yo, que cada vez me siento menos, o un poco más raro...
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